La maternidad despertó en mí un trauma de infancia que había dado por superado, pero solo estaba esperando el momento preciso para volver a aparecer.
Esta es mi historia.
Decidí ser mamá a los 34 años por decisión propia, sentía que ya tenía la estabilidad económica y mental para asumir el desafío con todas sus encantos y obstáculos. Al momento en que mi hija nació, llevaba 7 años de matrimonio, tiempo que aprovechamos harto con mi marido para viajar, salir y hacer varios proyectos personales. Él quería ser papá joven, pero yo insistí en esperar porque aún sentía que me faltaban cosas por hacer y metas que cumplir, además era importante para mí sentirme emocionalmente estable antes de dar el gran paso.
Cuando decidí que ya era hora, quedé embarazada rápidamente y luego de 8 meses, mi hija nació por cesárea de urgencia. Por una rotura prematura de membrana acompañada de una infección, el equipo médico decidió inducir el parto. Mientras conectada a un monitor esperaba sentir las primeras contracciones, mi hija presentó una bradicardia y sus latidos bajaron abruptamente. La alarma del monitor se encendió y entre gritos desesperados le pedí a mi marido que fuera a buscar ayuda. En cosas de segundos, entraron varias personas a la pieza a prepararme para ir a la sala de operaciones.
Mientras me ponían una máscara con oxígeno, mi matrona, que fue un gran apoyo, me explicaba que habría que hacer cesárea de manera urgente y que el doctor venía en camino. Me prometió que todo saldría bien y me aferré a sus palabras como quien se aferra a la vida.
Ya en la sala de operaciones, una matrona de turno intentaba encontrar los latidos del bebe con un monitor portátil, sin éxito. Cuando vi su mirada preocupada cruzarse con la de mi matrona, y entendí que había una posibilidad de que mi hija ya no estuviese viva, el mundo se detuvo. Nunca había sentido una sensación tan real y tan irreal al mismo tiempo, y fue un golpe emocional tan fuerte que entré en un estado de adormecimiento. Veía la situación como si yo fuera una espectadora más, como quien espera el desenlace de una historia desgarradora. Apenas hizo efecto la epidural, el doctor rápidamente se hizo paso entre las capas de piel para poder llegar a mi bebé.
Nunca voy a olvidar como escuchar el llanto de mi hija me volvió a la vida. Volví a respirar, a pensar, a sentir.
Al poco tiempo después, cuando me di cuenta de que no podía contar mi experiencia de parto sin llorar, que me aparecieron manchas rojas en la piel por estrés, que tenía muchas dificultades para dormir (a pesar del cansancio por la maternidad) y otros síntomas, comprendí que estaba experimentando estrés postraumático.
Pero una de las secuelas más difíciles de conllevar, fue que en las noches sin dormir o mientras amamantaba a mi bebé, eventos del pasado, que daba por olvidados o superados, comenzaron a resurgir. Bien se sabe el efecto de volver a revivir, aunque sea a través de los pensamientos, los traumas del pasado. La revictimización pueden traer consecuencias inmediatas y palpables. En mi caso, emociones como rabia, pena, desesperanza, y vergüenza comenzaron a estar mucho más presente, sobre todo en mis noches de desvelo.
La culpa fue otra de las emociones que me acompañaron, principalmente porque sentía que debía estar descansando en las pocas horas de sueño que tenía para poder estar bien para mi bebé. Ahora que lo veo desde otra perspectiva, estos traumas reaparecieron como un temor de que estos eventos del pasado le sucedieran a mi hija. Solo con pensarlo, me abrazaba abruptamente una sensación de terror.
Uno de los traumas en los que más pensaba en mis noches de desvelo, ocurrió cuando tenía 5 o 6 años. Mis padres trabajaban tiempo completo y teníamos una buena situación económica, por lo que siempre había una asesora de hogar puertas adentro que nos cuidaba a mi hermano mayor y a mí. Solíamos encariñarnos mucho con ellas, ya que eran la figura adulta con la que más tiempo compartíamos.
En general, tengo un muy buen recuerdo de todas ellas, salvo de una, Maribel. Debió haber estado en sus 30 cuando llegó a trabajar con nosotros y no recuerdo muy bien quien la recomendó ni como llegó a nuestra familia. Yo llegaba antes que mi hermano del colegio, ya que aún no partía enseñanza básica, y esas dos o tres horas que mi hermano no estaba, las recuerdo como un infierno.
Recuerdo cuando veía a Maribel subir por las escaleras y mis intentos desesperados por desabrochar un botón que unía el cuello de mi blusa. Nunca logré entender la razón de por qué una niña que no lograba desabrochar un botón despertaba tanta rabia en ella, ni por qué consideraba que darle puñetazos fuera a mejorar su capacidad para hacerlo.
Esto se repitió por un tiempo, y si no eran golpes, era jugar a las cosquillas hasta que me hacía llorar o me orinaba. Cuando llegaba mi hermano, parecía ser otra persona, dulce y simpática, por lo que permanecía atenta a escuchar el timbre que anunciara su llegada y el fin de mi calvario.
Recuerdo en esa época mi madre preguntándose por qué yo sufría de sangre de nariz sin ninguna explicación aparente. Recuerdo también la noche en que le conté lo que sucedía, y que le bajó el peso a la situación, probablemente no quería quedarse sin alguien que hiciera las cosas en la casa y le complicaba tener que pedir permiso en su trabajo. A veces pienso que tal vez soñé que le conté, porque me cuesta creer, ahora siendo madre, que alguien con semejante información no haga nada al respecto.
Muchos años después, ya de adulta, le pregunté a mi madre por esta situación, frente a lo cual mencionó no tener recuerdo alguno. Me ha dado la misma respuesta frente a otros cuestionamientos, al parecer a veces es mejor no recordar.
En gran medida no la culpo por lo sucedido, y en otros aspectos ha sido una buena madre (y ahora una buena abuela), pero con la reaparición de este trauma me empecé a dar cuenta que le tenía una rabia no canalizada que se estaba reflejando en respuestas hirientes o en actitudes de evidente rechazo hacia ella. Me comencé a sentir mal porque me estaba ayudando con mi hija y mi actitud no ayudaba ni a ella, ni a mí. Además, los pensamientos se hacían cada vez más frecuentes en las noches, y me estaba afectando mi maternidad.
Decidí comenzar un proceso terapéutico, y solo con el hecho de verbalizar lo que había vivido cuando pequeña (solo lo sabía mi madre y yo, y hace poco mi marido), sentí que me sacaba un peso enorme de mis hombros. Del proceso aprendí a ver a mi madre como alguien tan imperfecta como yo, y aceptar que ella también trae consigo una historia de vida que la llevó a ser quien es.
Pero también decidí que es una historia que no voy a repetir con mi hija, y si bien no podré mantenerla en una burbuja, sí puedo decidir estar para ella cada vez que me pida ayuda. También me preocuparé de que sienta la confianza de contarme cualquier cosa que estime necesario porque yo siempre le voy a creer y la voy a cuidar ♥.
Los traumas del pasado de a poco dejaron de hacerse presente en las noches y sentí que haber contado mi historia había sido muy liberador. Poder escribirla ahora y publicarla hacia el mundo, me hace sentir vulnerable, pero a la vez pienso que puede inspirar a otras mujeres a sanar sus heridas. El primer paso para hacerlo, es hacernos consciente y tomar acción.
Un abrazo grande a todas las que luchan hoy para sanar sus heridas del pasado.
¡Cariños!
Ana.